CIENCIA, FIESTAS Y RELIGIÓN

La religión entre lo público y lo privado.

Las fiestas de fin de año invitan a pensar acerca de las religiones y su papel en las sociedades actuales donde el mercado parece arrasar con todo.


Ilustración digital: Jeremías Di Pietro - CCT Córdoba

* Por Diego Fonti -Investigador adjunto del CONICET.

Estamos en época de feriados, y esto sirve como ocasión para pensar. La “feria” era el “día para recordar”, tan bien descripto por Benjamin, cuya utilidad se salía del ciclo de reproducción y lucro; una celebración que no tiene un fin útil, sino que resalta lo que vale por sí y no por otra cosa. Los Estados nacionales tomaron el mismo modelo, secularizándolo, es decir, manteniendo la estructura de la fiesta pero quitándole los componentes religiosos. Sin embargo el poder del capitalismo fagocita todo valor simbólico, todo tiempo o lugar exento de la lógica productiva, subordinándolo a ésta.

Así fue que toda construcción simbólica fue reducida a su uso y a la lógica del beneficio por el capital y las fuerzas que lo apoyan, del mismo modo que sucedió con la naturaleza y el ser humano mismo. Por eso, quizás sea un buen punto de partida pensar desde aquí la legitimidad y potencia de lo religioso: romper la subordinación de tiempos, lugares y personas a una visión reductiva y unidimensional de los mismos, así como todas las estructuras de dominio que se utilizaron, para pensar su libertad, apertura y misterio. Y al mismo tiempo para posibilitar la crítica de todas las estructuras – políticas, económicas, y también religiosas – que promueven esa reducción. Esa crítica se ve enriquecida por el estudio y confrontación con múltiples tradiciones, con sus discursos y prácticas, para mostrar que ninguna puede encerrar o fijar la riqueza y multiplicidad de la experiencia humana.

Aquí la cuestión es, entonces, pensar la relación entre lo público y la religión. Dicho de otro modo, ¿en qué medida es aceptable lo religioso dentro del modelo de legitimación que la modernidad habilita para sus discusiones políticas, o sea a partir de una estructura comunicativa pluralista, que no fundamente sus decisiones públicas en creencias privadas sino en argumentos que pueden ser aceptados por quienes proceden de otras tradiciones simbólicas?

 

Una situación disparadora

Recientemente la Suprema Corte estableció que en la provincia de Salta ya no podrá dictarse Religión como materia obligatoria en las escuelas públicas. Este hecho pone de relieve un dato central para los Estados modernos: la neutralidad valorativa respecto de las decisiones religiosas, y la – ya vieja – posición moderna que reduce lo religioso a opciones y prácticas privadas.

Pero también nos enfrenta a algunos interrogantes. En un contexto mundial de reconocimiento de los derechos culturales, ¿no se estaría atentando contra esos derechos si se quita la prerrogativa de un grupo determinado – mayoritario o no – de ser formado en esa visión en un ámbito público? Por otro lado, ¿cómo se puede garantizar que otras experiencias culturales o religiosas asuman un rol equitativo respecto de las imperantes? Finalmente, ¿es la respuesta la eliminación del espacio público de todo contenido que exija ese tipo de compromisos? ¿No contribuiría esa eliminación a una radicalización de posiciones cerradas y combativas contra el Estado neutral?

En un Estado moderno, aún con sensibilidad a tradiciones y culturas, ninguna religión puede tener una posición predominante en la apropiación del espacio público – tal como la escuela – cosa que sí sucedía de hecho en el caso salteño. Es por esto que los países que atribuyeron cierto privilegio a lo religioso en el ámbito público, han debido actualizar sus aplicaciones.

En América Latina, el vínculo de la Iglesia Católica con el poder político puede verse desde el inicio de la conquista, aunque con una relación siempre variada y compleja que va desde el apoyo mutuo hasta la confrontación directa. A esto se suma la multiplicidad de confesiones religiosas actuales, cuyas posiciones ante el Estado son disímiles: desde el rechazo directo a toda expresión nacional, pasando por los que solicitan neutralidad estatal respecto de lo religioso, hasta quienes piden igualdad de beneficios que los que tradicionalmente gozó el catolicismo. Ante esta multiplicidad, un trabajo filosófico básico es buscar conformaciones alternativas y legítimas de relación entre estas dos instancias.

 

Algunos modelos de respuesta

Si la respuesta es la de un laicismo estilo francés, donde se privatiza de modo radical lo religioso y se busca eliminar toda su presencia en la discusión pública, estaríamos posiblemente frente a un tipo de dogmatismo paralelo al de las religiones triunfantes previo a la Ilustración. Es decir, así como algunos discursos religiosos negaron la legitimidad de las instituciones políticas o de los conocimientos científicos, la reacción opuesta a algunos de esos discursos fue negar valor a toda comprensión simbólica del mundo y de la sociedad.

Ambas posturas significan la incapacidad de comprender algunos aportes valiosos de ambas vertientes desde una perspectiva moderna, como lo plantean por ejemplo los textos de Michael Löwy, que incluyen la universalización de un principio de justicia, la demanda de igualdad de acceso a los bienes comunes, el compromiso de liberación ante los poderes de opresión, entre otros.

Más aún, otros autores que defienden la necesaria neutralidad del Estado y niegan fuertemente cualquier injerencia discursiva de lo religioso en las decisiones éticamente relevantes en la arena pública, como por ejemplo Habermas, piensan que las tradiciones religiosas permiten suplir a las éticas formalistas racionales con un sentido de solidaridad que esas éticas no pueden generar por sí mismas.

Pueden pensarse, entre otros tantos, tres modelos viables de relación admisible y legítima con la religión en el marco del Estado laico moderno, cada uno con sus posibilidades y límites:

El funcionalismo residual: Luhmann demostraba la pérdida de operatividad e influencia religiosa a partir de la modernidad debido al reemplazo por parte de otras instituciones de las funciones de mediación comunicativa. Por su parte, Lübbe sostiene una postura similar pero reconoce que el proceso de reemplazo queda trunco, no por incapacidad de la ciencia moderna o los Estados, sino por una condición antropológica que es irreductible para la visión moderna del mundo. La religión sería aceptable siempre que su rol no solape con las funciones de la política y de la ciencia, a diferencia de lo sucedido con los totalitarismos que aunaron esas funciones. Lübbe, en sintonía con Habermas, postula para la experiencia religiosa una función todavía útil en las sociedades modernas, es decir la de suplir contenidos motivacionales y sentidos de solidaridad que reconstruyan los lazos sociales en el Estado neutral, con la clara subordinación ilustrada de las decisiones religiosas privadas a los intereses públicos.

El ethos compartido: también sostiene la independencia entre Estado y religión y la subordinación en cuestiones públicamente vinculantes de la segunda al primero, pero admite como legítimo que las instituciones religiosas busquen incidir en las decisiones y situaciones del Estado a partir de un magma de significado que atraviesa a las diversas confesiones y abona valores compartidos en la comunidad general. Pero como sucedía en el primer caso, el riesgo de esta posición es el de su subordinación a quienes en cada caso detentan el gobierno del Estado.

Perspectivismo crítico: Marx afirma que la crítica a la religión es el inicio de toda crítica, no sólo porque hubo y hay poderes que efectivamente se justificaron en lo religioso, sino también por un motivo más profundo: la religión expone ese desgarro que siente el ser humano ante la realidad. A partir de las experiencias religiosas se puede criticar todo fetichismo y alienación, empezando por la que generaron sus propios discursos y prácticas. Se trata de una perspectiva que parte de una sensibilidad para identificar y criticar aquello que reduzca la experiencia humana y la aliene. Benjamin, en su “Capitalismo como religión”, encuentra una analogía estructural entre estos términos a la hora de satisfacer las mismas necesidades, pero con una diferencia fundamental: el capitalismo no busca liberar ni expiar, sino sumir a sus fieles en una espiral sin trascendencia ni punto de crítica. Filósofos y teólogos de diversos compromisos de creencias como Agamben y Löwy, o González Faus y Metz, han podido aprovechar esa perspectiva crítica de lo religioso para deconstruir los grandes ídolos del capitalismo tardío como la mercantilización del mundo y del hombre, el uso de la religión para justificar sistemas políticos y económicos injustos, etcétera. Ciertamente esta crítica podría y debería enriquecerse con otras experiencias religiosas amerindias, con su crítica tanto a lo instituido religioso como a la globalización capitalista y sus consecuencias.

 

Para seguir pensando

 

Cuando vemos religiosidades populares aborígenes que se resisten a la mercantilización de la naturaleza, cuando representantes religiosos afirman el pecado de un mundo sometido al capital, o cuando monjes de los más variados credos practican modos de vida que rompen con lógicas comunes de acumulación y del trato con el tiempo – y la lista podría ampliarse – presenciamos prácticas que desde una perspectiva particular ofrecen modelos de sentido y relación con el mundo y con los demás que rompen con el sentido común instalado por el capitalismo e invitan desde sus tradiciones a pensar alternativas a la hegemonía imperante.